Unos días atrás se cumplieron dos años de la muerte de José Maria Nunes. Más
allá de sus amigos, de los fieles seguidores de su obra, no hubo grandes
recordatorios, los medios especializados, las publicaciones culturales,
mantuvieron la coherencia respecto a la atención que habían prestado al
cineasta en vida: ninguna. O muy poca si la comparamos con los agasajos
continuos que dedicaron a otros directores de cine de la generación de Nunes.
Ese es el mayor problema con el que se encontró “el cineasta
intrépido”: tuvo la mala suerte de que los nunesófilos nunca hemos tenido
capacidad operativa en los engranajes del poder cultural. Claro que contaba —y
cuenta— con un nutrido grupo de personas que reivindica(ba)n su cine, pero
nuestro fracaso es mayúsculo cuando todavía no hemos conseguido que nuestra
exaltación del personaje y de su obra se haya concretado en la divulgación de
sus películas (en la edición en DVD de algunas de ellas, por ejemplo) y en su
permanente estudio. Existen iniciativas, pero no del calibre que otros
tuvieron, o tienen.
No me andaré por las ramas. Joaquín Jordá y Pere Portabella
han tenido un conocimiento y un reconocimiento infinitamente mayor que el de
Nunes. ¿Por qué? Acaso, ¿la obra de estos dos cineastas es tan
proporcionalmente mejor que la del autor de Noche
de vino tinto? Habrá personas que lo
sostengan y otros que sostengan lo contrario. Pero lo objetivo es que unos
tuvieron trampolines institucionales des de los que se difundieron y se valoraron
sus trayectorias y Nunes, por el contrario, se mantuvo siempre ajeno a ese
cobijo. Cabe recordar que Jordá fue legítimamente recuperado y convertido en
referente por un grupo de intelectuales que, no solamente tenían opinión, sino
que disponían de medios y lugares (el máster de documental creativo de la UPF,
el CCCB, el suplemento “Cultura/s” de La
Vanguardia) para materializar esa opinión. Esos mismos medios y lugares,
junto a la decidida intervención del MACBA, permitieron que la obra de
Portabella se encaramara a la más alta consideración, no ya del sistema
cinematográfico, sino del mundo de las artes visuales, en general.
Que los maliciosos no tomen mis reflexiones para lanzarlas
contra mí y, si acaso, contra Nunes. Las películas de Jordá y de Portabella me
parecen sumamente interesantes. O, para ser estrictos, algunas de sus
películas, no todas; lo mismo me pasa con Nunes, así lo he escrito; abjuro de
los excesos, de las hagiografías y de las unanimidades. Y en las operaciones de
difusión de aquellos directores y el silenciamiento de otros, de Nunes, había
algo de todo ello.
Eso ya le pasó a Nunes mientras vivía, y se lo tomaba con su
proverbial sentido del humor. Pero también con la sagacidad intelectual a la
que nos tenía acostumbrados. No dejaba de insistir en la broma que significaba
que el poder cultural democrático lanzara operaciones de reconocimiento de
cineastas venidos de la burguesía catalana mientras que se olvidaba de artistas
instalados en la pobreza. Aunque fuera esa pobreza tan creativa y tan molesta
para ciertos personajes del sistema como la que nuestro amigo ostentaba.
Nunes nos dejó hace dos años. Le recuerdo más a menudo de lo
que yo mismo hubiera previsto. Hecho en falta su amistad. Pero hoy no quería
escribir sobre él como amigo, sino como uno de sus estudiosos. Porque en los tiempos
que corren, con la derecha campando a sus anchas, con la izquierda (ellos
mismos así se denominan) atónita y sin responder a los embates salvajes del
capitalismo, con un control policial dictatorial en manos de eunucos mentales,
con situaciones humanas de calamidad extrema… el cine de Nunes es una
posibilidad de choque de matriz individual, de reforzamiento del “yo” frente a
la barbarie colectiva (recordad que el solía decir que la solidaridad era una
entelequia, que solamente el egoísmo, en el sentido de culto al individuo,
podía llevarnos a ayudar al otro). Algunas de sus películas son una fuente de
sabiduría renovada, la experiencia de verlas, con sus distorsiones, con sus desvaríos
incluidos, no pueden hacer más que contribuir a ver el combate desde un orden
distinto.
He escrito antes que el mayor problema con el que se
encontró José Maria fue que sus amigos, con excepciones, no teníamos acceso a los
engranajes del poder cultural. Si lo pensamos bien, quizá esa fue, muy al
contrario, su mayor suerte. Seguro que él lo vería así. Si su obra, si su
propia figura hubiera sido rescatada e institucionalizada como la de otros, tal
vez ahora no tendría ese valor de permanente voluntad de cuestionamiento y, en
consecuencia, demolición.
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