Inés
Arrimadas se pasó la pasada campaña electoral diciendo que quería ser la
presidenta de todos los catalanes. Y, ahora, se queja de que su pronóstico es
que el nuevo gobierno de Cataluña no gobernará para todos los catalanes. Estoy
de acuerdo con ella: el propósito de todo gobernante es tomar decisiones tanto
para los que lo votaron como para los que no lo votaron. No miento: hace años,
el concejal de cultura del ayuntamiento de Cornellà de Llobregat, al que no
nombro porque murió joven, se dedicó a hablar mal de mí de forma persistente y
en lugares públicos. Fui a ver al alcalde de entonces, Pepe Montilla, y le
pregunté si ese concejal no era también mi concejal, a pesar de que todo el
mundo sabía que yo no les había votado, y por tanto me debía un respeto como
ciudadano. Montilla me dio la razón y me dijo que hablaría con él para que no
volviera a suceder (lo de hablar mal de mí en público, en privado el político
puede hacer lo que le plazca). Sí, Arrimadas tiene razón: el propósito es el
más democrático de todos, porque en última instancia los partidos políticos no
son más que intermediarios de la voluntad popular y los gobernantes se deberían
a esa voluntad popular y nunca deberían vilipendiar a un votante, por más
alejado que esté de su posición.
Lo que
la líder de Ciudadanos no aclaró es cómo pretendía ella ser la presidenta de
todos los catalanes, incluyendo no solamente a los que no la hubieran votado,
pero con los que pudiera mantener una cercanía en el marco legal, sino a
aquellos que están en las antípodas de todo —de todo— lo que su partido
propugna. Lo plantearé más claramente: si hubiera sido presidenta de la
Generalitat ¿qué hubiera hecho con los dos millones de catalanes que votaron
opciones independentistas? Teniendo en cuenta que entre esos dos millones de
personas las hay tan neoliberales como ella, ¿qué solución democrática hubiera
dado a los que negamos la legalidad española? Nunca le he oído responder a esas
preguntas. Sí que oí a la poco espabilada ministra de sanidad del PP, Dolors
Montserrat, quien dijo que deberían hacerse elecciones continuadas hasta que
los soberanistas “entraran en razón” (sic).
Sí, el
propósito democrático es gobernar para todos. Pero nadie lo hace. Unos porque
no gobiernan ni siquiera para sus votantes: lo hacen para los bancos, para el
poder del dinero, para las oligarquías (en lenguaje antiguo, tan necesario
aún). Otros porque llega un momento en qué eso resulta un imposible. Y los que gobiernan
se presentan con unos programas que quieren cumplir, y eso también es
democrático. Y, al final, se gobierna bajo los proyectos y los intereses de las
mayorías políticas, que no siempre coinciden con las mayorías ciudadanas. Lo
cual me lleva al mito de la fractura social en Cataluña.
Digo
que es un mito porque esa fractura siempre ha existido. Ya está bien de
utilizar argumentos simplistas. Como aquella irresponsabilidad manifiesta de
Pablo Iglesias cuando dijo que el independentismo había despertado al fascismo.
Si esa es la izquierda que debe conducir a la tercera República española, lo
tenemos/tenéis mal, amigas y amigos. No, es una mezquindad responsabilizar de
la lesión de la convivencia en Cataluña al independentismo, al “procés” o a la
corrupción de Convergencia. Como si en el PSC/PSOE no hayan existido episodios
de corrupción económica y, para mí, más graves aún conductas dictatoriales y
mafiosas en Ciutat Vella de Barcelona, en ayuntamientos del Baix Llobregat. Es
lamentable que buena gente culpe ahora al independentismo de fracturar la
convivencia justo cuando los partidos soberanistas han dejado la minoría
electoral en la que vivían
habitualmente. Y, ahora, cuando se da un vuelco insólito, todas las culpas son
para esos partidos e, implícitamente, para los que los votamos.
Quienes
vivimos en la periferia de Barcelona sabemos que el aumento de votos de la
señora Inés Arrimadas no se produce porque ella hubiera prometido ser la presidenta
de todos los catalanes. Cosa difícil, por cierto, si cuando en el Parlament se
canta el himno oficial de todos los catalanes los políticos de Ciudadanos, no
solamente no lo cantan ni lo hacen ver, sino que muestran caras agrias y
displicentes. Yo, que conste, como Joan Fuster, soy poco de banderas, himnos y
vivas; pero los políticos demócratas en teoría se mueven por esas conductas
simbólicas y si no lo hacen, se retratan. Decía que el aumento de Ciudadanos no
se debe a nada nuevo: en esa periferia la convivencia siempre ha sido como
ahora, no hemos hecho ningún problema de la lengua (el español es la lengua de
uso común aquí, con mucho, pero nadie hace guerra por esas cosas), hemos
participado conjuntamente en las luchas sociales y hemos votado cosas
distintas. No había fractura cuando el independentismo era mínimo o residual y
no ha habido ninguna fractura ahora que ha crecido exponencialmente el
catalanismo y Ciudadanos ha recogido muchos votos que estaban desperdigados en
el PP y el PSC.
En fin,
que la sociedad catalana es mucho más madura que algunos de sus representantes.
Gobernar para todos los catalanes es un imposible, aunque deba tenerse siempre
en cuenta. Y, a partir de aquí, ojalá en el Parlament se demuestre que no
pueden gobernar más que los que pueden hacerlo aritméticamente y que las izquierdas
no independentistas contribuyan a generar una sociedad igualitaria. A pesar de
Inés Arrimadas, claro.
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